Bacon sin Bacon, de Fernando Beltrán (Ardora) | por Gema Monlleó

Fernando Beltrán | Bacon sin Bacon

Amo a Francis Bacon, el pintor. Y amo a T.S. Eliot, el poeta. También podría decir Bacon, el poeta y Elliot, el pintor, porque ambos pintaban en verso y escribían con manchas de color. El apriorismo de mi admiración incondicional es sólo el contexto desde el que escribo, especialmente cuando escribo de ellos (quizás también con ellos). El pas a deux Bacon y Eliot obedece a que el autor de La tierra baldía era el poeta preferido del pintor, por eso en esta reseña van a estar mirándose, como en un díptico de carnes dolientes (“Gritar, pintar, amar, matar a hierro y fuego. Carne cruda, carne tierna. La pintura, la escultura, el arte, el verso”). 

“aquel que vivía está ahora muerto
nosotros que vivíamos estamos muriendo
con un poco de paciencia” 

Fernando Beltrán (Oviedo, 1956), escritor, poeta, “nombrador de emociones”, se ha transmutado en Francis Bacon (Dublín, 1909) en Bacon sin Bacon, una novela de ficción biográfica en la que un Bacon enfermo, moribundo, en agonía crepuscular, e incluso desde el más allá, repasa de modo febril su vida a la intemperie (sus traumas, su familia, su homosexualidad, sus juergas, sus amantes) y su visión estética del mundo del arte. Una biografía ficcionada desde la carnalidad más baconiana y situada en los últimos días de los 82 años de vida del pintor (Madrid, 1992). Un texto en convulsión constante en el que el Bacon de Beltrán, siempre lúcido, siempre apasionado, se contonea entre vísceras y belleza en ese desdoblarse (“desde un vacío que está en tu cabeza, en tus dos cabezas, en tus mil cabezas”) constante que tantas veces hemos visto explícito en sus dípticos y trípticos.  

“no estaba ni
vivo ni muerto, ni sabía nada
mirando en el corazón de la luz, el silencio” 

Niño infeliz (“sin dios, sin tejado, sin amigos, sin herejía siquiera”), niño asmático, niño repudiado por su padre (“maldito hedor a cuadra y estiércol”) e invisible para su madre “de acero”, el niño Bacon emerge en este decir y decirse, en este tránsito hacia la muerte que lo acerca, oscilante, de la vejez a la niñez, del desamparo del anciano moribundo que muere solo (solo de la mano de una monja, solo de la mano de una madre que no es, que no fue –“su amor solícito de madre llenando el vacío de mi niñez”-; solo de la mano de una mujer, él que amó a tantos hombres) al niño mordido por un mastín durante un cruel episodio infantil. Niño desterrado, herido y con el barro de su casa natal persiguiéndolo como un “auténtico pura sangre”.  

“pienso que estamos en el callejón de ratas
donde los muertos perdieron los huesos” 

Bacon y sus desgarros acercándose a la muerte (“Abismo, vértigo, especulación, choque de trenes”). Bacon y la caída del cuerpo, el delirio y la torsión (“Carne tendida, expuesta, deshecha”), la pincelada “de carne y hueso” o “de carne y humo”. Bacon, herida y “naufragios, desastres, errores”. Bacon en el filo, en el abismo, quizás en la paz del fin, del terminar y terminarse. Bacon despojo, ceniza, escombro. Bacon siempre impío (“Mi violencia soy yo. Mi queja soy yo. Mi pasión soy yo”). Bacon en el grito último, en su grito último, aquel que tanto pintó queriendo emular La masacre de los inocentes de Nicolas Poussin (aquel que yo escucho a veces y no sé si es suyo, o mío, o el grito de este inhumano mundo).  

“a la hora violeta, cuando los ojos y la espalda
se vuelven hacia arriba desde el escritorio, cuando el amor humano espera
como un taxi que palpita esperando” 

Beltrán (FB) hablando-escribiendo-recitando-gritando desde la boca urgente de Bacon (FB). Beltrán (FB) ventrílocuo de Bacon (FB). Doblez, espejo, bi-faz, FBx2. Beltrán “alterando el orden aparente despertando el desorden callado de cada cual”, el de Bacon, el mío. Beltrán mordiendo la carne de Bacon. Bacon ofreciéndose a Beltrán. Bacon descarnado, Beltrán desollándolo (“Sin ambages, sin credos, sin escudos, sin perchas, con todas sus consecuencias. Vida expuesta”). FBx2, hidra de varias cabezas: “Madame Bovary, c’est moi” (Gustave Flaubert), y “Je est un autre” (Arthur Rimbaud), y también “l’enfer c’est les autres” (Jean Paul Sartre).  

“¿quiénes son esas hordas encapuchadas pululando
por llanuras sin fin, tropezando en tierra agrietada
cercada sólo por el liso horizonte” 

Y en Bacon sin Bacon, el arte. “Las lecturas del arte. Las patrañas del arte. Los lugares del arte”. La visión estética del arte. La pureza en el arte (“ese pensar en contra uno mismo, que practica el artista. Aniquilándose tanto”) y la hipocresía en el mundo del arte. Bacon, brocha que no dibujo, “toneladas de pintura, botes enteros, pinceladas como hisopos de obispos salpicando a sus fieles hasta alumbrar el prodigio”. Bacon, “capa a capa la vida, capa a capa la herida, el deterioro”. Y desde el más allá de los pintores, carcajeándose ya del disparate del arte, de la cloaca máxima de la crítica, de las colas ante su estudio (“resaca de cuerpos y manchas”) hoy en formol (el que se trasladó, “pincel a pincel, tubo a tubo, churretón a churretón” a un museo de Dublín), la tierra baldía de los estudios de pintor porque “un taller sin pintor no existe”. Bacon, procaz, corrosivo, vulgar, grosero, ordinario. “La vida es brocha gorda. La pintura es insana”. 

“el mar estaba en calma, tu corazón había respondido
alegremente, al ser invitado, latiendo obediente
a manos que lo gobernaran” 

Bacon, naranja cadmio (“¿Quién se explica la muerte?”). Y, desde la muerte, el sexo. Bacon y sus amantes. Bacon, “un raro, una loca, una imaginación calenturienta de bragueta fácil y cartera abundante, de la que se aprovechaban todos. Pero me daba igual”. Bacon, “carne compartida de cuando en cuando”. Bacon, “carne compartida de cuadro en cuadro”. Bacon, el joven Bacon con la ropa de su madre (ella, “herida para la eternidad”) a la que su padre deseó después del rechazo de su hermana (“gestos, anclas heredadas”). Bacon, parto y clímax. Bacon, cópula frágil. Bacon, siempre mirando al placer siguiente (“piel, pasión, claroscuro, sangre desbocada”). Bacon, el que nunca supo pintar las bocas que escupen, que chupan, que lamen: “Cuerpos sin brida, desbocados, fieros mordiscos”. Bacon preguntándose quien se atreve a poner un Bacon en su dormitorio desde el Madrid donde su último amante (JCB) colgó cinco cuadros sobre la cama y durmió a su cobijo hasta que se los robaron. Bacon, “cuerpos forzados, confundidos, amontonados”. Bacon, cuerpo y mancha, como los cuerpos y manchas de sus cuadros (atractivos y demenciales, que los miro y los rechazo y me hipnotizan y los amo). Bacon, inagotable también en el abismo de su conciencia: la violación de Maria Schneider en El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972) y el suicidio de su amante George Dyer en el París de 1971 (“pared con pared”). Bacon, “Lo impuro, lo roto, lo quebrado, lo que callamos”. 

“te enseñaré algo diferente, tanto
de tu sombra por la mañana caminando detrás de ti
como de tu sombra por la tarde subiendo a tu encuentro,
te enseñaré el miedo en un puñado de polvo” 

Y en Madrid, 1992, Bacon y su último bar. El antro al que llegó por error y en el que quiso quedarse (“otra luz desangelada, con escalera hacia un sótano, la gran promesa”). Un bar casi lumpen, sin cócteles exquisitos, en el que pintó (mentalmente) el último tríptico, el tríptico (este sí) del juicio final, el tríptico de la descomposición final (“Tres personas distintas, un solo Dios verdadero”). El del tipo ensimismado mirando al más inconcreto punto del infinito (parte 1), la pareja –“intensidad o indigencia”- devorándose en un sillón del fondo del local (parte 3) y el pintor deshecho (de nuevo: “Madame Bovary c’est moi”), el pintor que expone (en el centro) esta su carne antes de ser devorada por el fuego. “La hora de los sótanos es siempre la misma hora”. Bacon y la urgencia y el ansia y la prisa y el “denme el alta, madre”. Bacon, “lo aún no dicho, lo aún no pintado”. Bacon, deseo sumario, deseo pontificio, deseo inocente, deseo en décimas. Bacon, deseo en una de sus urnas transparentes. Bacon, lila y cadmio. Bacon, otra vez, el grito.  

“Abril es el mes más cruel, criando
lilas en tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera” 

FBx2, Bacon FB417, Beltrán FB172 (“la pandemia de mis cuadros con su carne rota”), palabras manchadas de pintura, transfusión de sangre en doble vía. Bacon, él. Beltrán, tú. Beltrán, él. Bacon, yo. FBx2, ellos, nosotros. “Madame Bovary somos todos”. Y en ellos, con ellos, el diálogo, la nivola, cuando Bacon (FB) habla, rectifica, reconduce, pregunta a Beltrán (FB), cuando Bacon rompe la cuarta pared cual rosa púrpura, él, de Tánger. FB by FB, como el Camarón de Javier Santiso, el del título más baconiano (El sabor a sangre no se me quita de la voz, La Huerta Grande, 2022) por más que sea una variación del verso de Esquilo en la Orestíada, como el Bacon de La muerte de Francis Bacon (Max Porter, Random House, 2022): “doblé la cabeza sobre los ojos y la deposité sobre la herida”. Y, otra vez, FBx2, y con ellos toda la literatura: de San Juan de la Cruz a Lorca, de Flaubert a César Vallejo, de Conrad a Lezama Lima, de Ginsberg a Rilke. Todos en esa boca doble: “partirse en mil pedazos, poetas y pintores. Cirugías distintas, vísceras idénticas”. 

“una corriente submarina 
recogió sus huesos en susurros. Al levantarse y caer
atravesó las etapas de su vejez y juventud
entrando en el remolino” 

Llega el final, su final, y Bacon persiste en expandirse fuera del cuerpo, fuera del cuadro. Una vez. Y otra vez. Y otra. Y otra más. Bacon, el oscuro (Bacon Jude, Bacon Hardy, Bacon Tess). Bacon, muriéndose en blanco, naves quemadas, de la mano de una monja (“otra fe, otros hábitos, otro sexo”). Bacon, condenado, aceptando y casi retando a su condena: “la debacle, el degüello, el fatal despelleje”. Bacon, hablándole a sus muertos, a su madre (“bella, altiva, sagaz, impoluta y resplandeciente como un cuchillo sin usar”). Bacon, desfiguración agónica en un segundo (“confundo ya mis seísmos”), muriendo él, el inmortal, como siempre deseó: deprisa. Y todavía Bacon, lorquiana apetencia de muerte, ya muerto y rebelándose en sus cenizas, “verdad a medias, rostro a medias, vulgar a medias”. Bacon, como su amigo Giacometti; “exabrupto del alma”. Bacon, “el más solo, el más desahuciado, el más implacable”. Bacon, vida atormentada (“Existe el cansancio, pero no existe el descanso”). Bacon, puntos finales.  

“enorme bosque marino alimentado de cobre
ardía en verde y naranja, enmarcado por la piedra coloreada,
luz triste en que nadaba un delfín tallado” 

Políptico infinito y fragmentario de una vida al límite marcada por el desgarro constante, la urgencia del cuerpo y el baile entre la unción y la condena del arte. FB, el pintor. FB, el poeta. FB∞, ¿nuestros doppelgängers?.  

Salgo de la lectura de Bacon sin Bacon, monólogo a dúo, más baconiana que nunca y también, hidra de varias cabezas, a punto de lanzarme al mar de Beltrán. Si la voz por la que habla mi pintor favorito (el Bacon poeta) es la de Beltrán, ahora quiero más Beltrán. Si la contorsión de la carne se hace verso, quiero leer esos poemas 

“el mar estaba en calma, tu corazón había respondido
alegremente, al ser invitado, latiendo obediente
a manos que lo gobernaran” 

(*) El título y todos los versos que separan los párrafos pertenecen a La tierra baldía de T.S. Eliot (Poesías reunidas 1909-1962, traducción de José María Valverde Pacheco, Alianza, 2023). 

 


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